lunes, octubre 08, 2012

Veinticuatro años sin dormir

Nunca me quedó claro si lo que hacía ruido era la cama de Amelia, ella o su dolor. Todo se movía sin calma, de forma sucia y ruidosa, chirriante, molesta. Amelia tenía veinticuatro años de vida y llevaba veinticuatro sin dormir. Veinticuatro años. Sus sueños no eran, simplemente, no eran. Ella era ruido e insomnio, ella era pesadilla, tenía unas ojeras tan profundas que formaban parte de su cráneo, y parecía que también de su triste voz. Cuando le veía cerrar los ojos, cuando me mentía a plena luz del día haciéndose la dormida, podía apreciar la tristeza de su calma, el dolor por la estática existencia, la irritación en su cuerpo inmóvil, pálido como la nieve, rojo como la sangre que invade con presión cada centímetro del rostro. Amelia, muerta en vida, me mintió todos los días de su vida, los mismos que pase a su lado, hasta el día de su muerte. Murió de sueño. Aún recuerdo cuando jugábamos en el patio de mi casa, cuando leíamos juntas Mi Planta de Naranja Lima, el día que me dijo que no entendía la vida... cuando me dijo que estaba muy cansada.

Amelia y yo nacimos en la misma casa, bajo el mismo techo. Pero ella fue y será siempre una bastarda, la hija del pecado y la injuria. Pero eso sólo importa a los Dioses. A mi no. De todas las cosas que pasamos juntas hasta el día de su muerte, siempre recordaré una cosa, una sola cosa: su pelo. Su pelo en cada movimiento que hacía. Su pelo en cada paisaje. Su pelo al alba, su pelo al atardecer, su pelo al anochecer, su pelo sucio, su pelo limpio.... su pelo siempre con olor a lluvia. Era un bofetón de vida que me recordaba cómo respirar. Amelia nunca fue feliz, y nunca pudo dormir. El peso de un recuerdo que ni siquiera le pertenecía fue demasiado sobre su espinosa espalda. Su sentencia, su destino. De niña creyó que ese dolor que oprimía su pecho al intentar dormir, al oír a mi madre gritar, al oír a su padre pegar, desaparecería cuando pudiese escribir todas las letras de la palabra amor. Jamás pudo completarla, jamás pudo siquiera leerla. Amelia no sabía leer, por eso cuando leía para ella Mi Planta de Naranja Lima, yo le cambiaba el sufrimiento de las páginas por escenas donde la misericordia, la paz y el descanso hacían acto de presencia. Así leíamos juntas. Así, quiero creer que así, de alguna forma, alguna vez, pudo descansar.

Amelia tenía veinticuatro años. Vivió veinticuatro años sin dormir. Una tarde se quedó dormida y no volvió a despertar. En realidad, nunca despertó. Murió de sueño en el jardín de mi casa, el mismo donde leíamos Mi Planta de Naranja Lima.


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