viernes, octubre 26, 2012

Los pensamientos de Elisabeth



Aquí transcribo una lista de pensamientos que Elisabeth escribió en un papel con olor a humedad y que yo encontré por la Calle de las Flores el 31 de Agosto de 1996:

  1. Tengo algo de frío, espero no enfermarme.
  2. Tengo sueño, espero no quedarme dormida en el trabajo.
  3. No quiero aburrirme.
  4. No creo en la depresión.
  5. Me aburro.
  6. A veces creo que soy bipolar.
  7. Desearía que alguien me dijese oficialmente qué tipo de patología padezco.
  8. Sé de sobra que soy normal.
  9. Hay un punto que jamás sobrepasé.
  10. Si me bloqueo no tengo vuelta atrás.
  11. Soy radical.
  12. Odio la falta de sangre.
  13. Odio mi falta de sangre.
  14. Quiero que mi vida entera sea un drama.
  15. Quiero conformarme.
  16. No quiero conformarme.
  17. Odio no explotar.
  18. No tengo ni idea de cómo soltar y decir todo lo que siento ahora mismo.
  19. He hecho un esquema de mis traumas.
  20. No sirvió de nada.
  21. Pienso muy a menudo que estoy harta.
  22. Pienso muy a menudo que me encanta.
  23. Pienso muy a menudo que tengo mucha suerte.
  24. Pienso muy a menudo que no creo en la suerte.
  25. Creo en la gente.
  26. Tengo una capacidad infinita de autocontrol.
  27. Soy muy fría.
  28. Querer me hace insegura.
  29. No tengo ni la más remota idea de lo que quiero.
  30. Sé perfectamente lo que no quiero.
  31. Casi nadie entiende mis silencios.
  32. Las palabras me sentencian.
Elisabeth tenía 18 años cuando escribió esta lista de pensamientos. Duraron unos pocos minutos en su cabeza. A los 10 minutos, Elisabeth era otra. 



miércoles, octubre 17, 2012

El manuscrito de Soledad


Play antes de comenzar a leer

“Como Hesse me dijo una vez al oído, mi historia no es agradable. Ni mucho menos complaciente. Es probablemente una expresión más de mi cuerpo machacado, propio de aquel que quiere vivir sin mentir. Y sin embargo sigue mintiendo. Tengo la fuerza del viento, las dudas de la Luna. El Sol brilla con dolor en mis pupilas, y la lluvia cae constantemente en mi pelo. Las dudas de siempre. Los -y si-, los -y si no-. Insensatez absoluta para rellenar el vacío de mis sueños hechos realidad, despiertos, hechos añicos porque ya no lo son. En mi vida todo suena onírico, como si la verdad no cubriese todos los aspectos, como si el misterio hiciese acto de presencia escondido desde la distancia de cada una de mis palabras. Me cuesta creerme. Me cuesta creer que respiro. Un lobo estepario que odia la soledad y que lo es. Soy Soledad. Mi nombre es Soledad.”

Ese fue el manuscrito que encontré entre la basura de Soledad, poco antes de partir. Fue el 14 de Noviembre de 1964. Me quedé con todas sus cosas porque me encanta revolver entre las pertenencias de los demás. Y las suyas estaban cubiertas de tristeza y lágrimas. Eso hacía que me gustase más. Todo olía a viejo, recubierto de un aura propia del jardín de la señorita Havisham. Todo me pertenecía en cierta forma, lo sentía parte de mí. Era mío. Yo me introduje tanto en su ambiente que no sólo imaginé su muerte, sino que la llevé a cabo. Yo la maté. Yo llené todo de viejos árboles, hojas secas, baldosas rotas, espejos manchados, piel seca. Soledad era mi alma, y yo la maté. Pero esa es otra historia. La historia de hoy es la del manuscrito que Soledad dejó en su basura, el que yo encontré, del que ya no tengo nada más que contar. 

lunes, octubre 08, 2012

Veinticuatro años sin dormir

Nunca me quedó claro si lo que hacía ruido era la cama de Amelia, ella o su dolor. Todo se movía sin calma, de forma sucia y ruidosa, chirriante, molesta. Amelia tenía veinticuatro años de vida y llevaba veinticuatro sin dormir. Veinticuatro años. Sus sueños no eran, simplemente, no eran. Ella era ruido e insomnio, ella era pesadilla, tenía unas ojeras tan profundas que formaban parte de su cráneo, y parecía que también de su triste voz. Cuando le veía cerrar los ojos, cuando me mentía a plena luz del día haciéndose la dormida, podía apreciar la tristeza de su calma, el dolor por la estática existencia, la irritación en su cuerpo inmóvil, pálido como la nieve, rojo como la sangre que invade con presión cada centímetro del rostro. Amelia, muerta en vida, me mintió todos los días de su vida, los mismos que pase a su lado, hasta el día de su muerte. Murió de sueño. Aún recuerdo cuando jugábamos en el patio de mi casa, cuando leíamos juntas Mi Planta de Naranja Lima, el día que me dijo que no entendía la vida... cuando me dijo que estaba muy cansada.

Amelia y yo nacimos en la misma casa, bajo el mismo techo. Pero ella fue y será siempre una bastarda, la hija del pecado y la injuria. Pero eso sólo importa a los Dioses. A mi no. De todas las cosas que pasamos juntas hasta el día de su muerte, siempre recordaré una cosa, una sola cosa: su pelo. Su pelo en cada movimiento que hacía. Su pelo en cada paisaje. Su pelo al alba, su pelo al atardecer, su pelo al anochecer, su pelo sucio, su pelo limpio.... su pelo siempre con olor a lluvia. Era un bofetón de vida que me recordaba cómo respirar. Amelia nunca fue feliz, y nunca pudo dormir. El peso de un recuerdo que ni siquiera le pertenecía fue demasiado sobre su espinosa espalda. Su sentencia, su destino. De niña creyó que ese dolor que oprimía su pecho al intentar dormir, al oír a mi madre gritar, al oír a su padre pegar, desaparecería cuando pudiese escribir todas las letras de la palabra amor. Jamás pudo completarla, jamás pudo siquiera leerla. Amelia no sabía leer, por eso cuando leía para ella Mi Planta de Naranja Lima, yo le cambiaba el sufrimiento de las páginas por escenas donde la misericordia, la paz y el descanso hacían acto de presencia. Así leíamos juntas. Así, quiero creer que así, de alguna forma, alguna vez, pudo descansar.

Amelia tenía veinticuatro años. Vivió veinticuatro años sin dormir. Una tarde se quedó dormida y no volvió a despertar. En realidad, nunca despertó. Murió de sueño en el jardín de mi casa, el mismo donde leíamos Mi Planta de Naranja Lima.